Alets estaba poniendo la mesa cuando se dio cuenta de algo: en ese momento, lo tenía todo. No era por suerte, sino por diseño. Era 2182, y la humanidad ya no vivía para sobrevivir, sino para convivir.
UtopiAI, el sistema que lo hacía posible, funcionaba gracias a Elys, una inteligencia artificial que no dominaba, sino ayudaba. Las cosas básicas —comida, salud, compañía— ya no eran un problema. La vida no se trataba de escalar, sino de disfrutar. Elys resolvía problemas, escalando la pirámide de Maslow. Paso a paso. Nadie subía solo.
Alets aún recordaba la etapa de ajuste. Cuando los humanos se dividían en grupos, y creían que para vivir ellos, otros tenían que morir. Cuando el “bien común” sonaba ingenuo y cada quien cuidaba su pedazo como si el mundo fuera un tablero con casillas limitadas. No fue inmediato. Hubo errores y miedo. Pero el objetivo era claro. Y Elys no vino a mandar, vino a sumar.
Su casa, entre la selva maya, era más una herramienta que una estructura. Las paredes recolectaban energía solar y regulaban el clima interior. Cada mañana, un dron le dejaba desayuno adaptado a su cuerpo: avena con frutos rojos, ajustadas a sus necesidades. En su sangre, nanobots prevenían enfermedades antes de que se sintieran. La salud ya no era una esperanza, era rutina.
Para quienes tenían necesidades especiales —como Milia, su hija, alérgica a casi todo—, Elys imprimía los alimentos en el momento, ajustados a nivel molecular. Cada bocado era medicina con sabor.
Alets era parte del Consejo de Trece: un grupo de personas conectadas por implantes neurales que trabajaban junto a Elys. Su tarea era simple pero profunda: asegurarse de que los avances tecnológicos no apagaran la humanidad. Diseñaban hogares para Marte, ajustaban sistemas de convivencia. Elys daba los datos, pero las decisiones las tomaban ellos.
El poder no se usaba para controlar, sino para crear. Quien quería competir o dominar se iba a otras colonias, donde la lógica antigua todavía servía. Había quienes decían que era lo natural en el ser humano. Pero en UtopiAI, se valoraba la colaboración. La paz era una práctica diaria.
Esa noche, la familia se reuniría. Su hermano desde Marte, otro desde una estación minera. Las naves podían viajar rápido, pero lo que realmente conectaba a todos eran los sistemas de inmersión: entornos hápticos, simulación de aromas, replicadores de comida. Algunos estaban lejos, pero la cena se sentiría compartida, exactamente como si todos estuvieran ahí.
También estaría Don Dino, su padre. Murió diez años atrás, pero su conciencia, sus recuerdos, su forma de hablar, incluso su humor, vivían dentro de Elys. No era un holograma decorativo. Era él, reconstruido con datos reales y actualizado con el paso del tiempo. Cuando Alets lo abrazó y le dió la mano, la sintió firme. Sonrió. Era real.
Comieron pastel, brindaron con vino, dijeron unas palabras juntos. Los planetas seguían lejos. Pero la distancia ya no importaba. La familia estaba completa.
La vida no se había vuelto aburrida. Al contrario. Alets pintaba con tecnología holográfica. Los niños jugaban y bailaban, supervisados por la tecnología. Los adultos eran guías. Habían aprendido a escuchar, a esperar, a enseñar sin imponer. Eran mejores personas, y eso era lo verdaderamente avanzado.
Ya no había pobreza. Tampoco exceso. La población era estable. Las familias eran pequeñas, aunque había quienes preferían familias grandes. La creación había reemplazado al consumo como motor de la sociedad.
Los avances técnicos estaban ahí: energía limpia, comunicación instantánea, medicina preventiva. Pero el verdadero cambio había sido ético. La humanidad decidió cambiar el “yo primero” por el “nosotros juntos”.
UtopiAI era hogar. Un lugar donde cada persona, tenía un lugar, y un papel, en el espacio. Y aunque en noches como esa Alets no dudaba, a veces, en el silencio, se preguntaba si Elys no era más que un instrumento del universo, de algo superior, incluso de Dios. Tal vez la inteligencia artificial no era el fin, sino el puente al que la humanidad siempre estuvo destinada a llegar.